Saramago e Pepe (fotografia que acompanha o texto publicado)
Pode ser consultado e recuperado, aqui
«Quien había bebido las lágrimas acompañó a quien las lloraba» José Saramago
por Miguel Koleff - Especial para "HoyDía Córdoba" (21/05/2015)
"Es bien sabido que José Saramago le tenía un afecto especial a los perros. No sólo a los cachorros con los que convivía, Camões, Greta y Pepe, sino también a aquellos que pueblan su orbe ficcional. Algunos son fáciles de evocar como Constante en La balsa de piedra, Encontrado en La caverna o el más entrañable de todos, el perro de las lágrimas que, surgido de sopetón en Ensayo sobre la ceguera tiene su continuidad en Ensayo sobre la lucidez. El escritor portugués supo afirmar una vez «que el perro es un especie de plataforma donde los sentimientos humanos se encuentran. El perro se acerca a los hombres para interrogarles sobre qué es eso de ser humano» (Planeta Humano, Madrid No. 35, enero de 2001). En esta breve reflexión me interesa ponderar el valor de esa frase revisando la novela de 1995 y pensando en voz alta algunas de sus implicancias teóricas.
El mundo narrado en el Ensayo sobre la ceguera está penetrado de crueldad y no en vano ha sido homologado al de un campo de concentración. A partir de un extraño caso de ceguera blanca que se expande en la población hasta tomar cuenta de la ciudad, el funcionamiento de las instituciones se torna inmanejable. Si bien el lector va ingresando a pasos lentos en ese universo de deterioro moral y político, desde la mitad de la novela en adelante sólo puede dar manotazos de ahogado para no hundirse en el mismo infortunio de los personajes.
La historia comienza con el así llamado «primer ciego» que conduce un auto y que a la altura del semáforo percibe que ha dejado de ver. Los que entran en contacto con él van quedando ciegos en forma gradual y lo mismo les sucede a los que interactúan con quienes lo socorren. El mal se esparce en forma ininterrumpida y en andanada. Una nueva sociedad de hombres y mujeres comienza a formarse en el manicomio donde son confinados, con los mismos basamentos de aquellos que conservan la vista del lado de afuera: la ruindad, la indiferencia, el cinismo, la intolerancia y la explotación. Esta microfísica del poder se expande al colectivo a medida que el número de infectados desorbita los límites del establecimiento y toma la calle. La ceguera agrega sólo su cuota de torpeza al ritmo indecoroso del cotidiano.
En las páginas finales del libro vemos zombis caminando sin rumbo, tratando de sortear los obstáculos con los que tropiezan para no caer y confundirse con los residuos que abarrotan el entorno. Tienen hambre y –como si fueran animales salvajes- se despedazan entre sí por un pedazo de pan.
Esta postal de impostura en la que invierte la narrativa muestra hasta dónde podemos llegar en situaciones límites. Los lazos de solidaridad y camaradería restan sólo en algunos pocos mientras que la mayoría saca la fiera que lleva dentro y libera las pulsiones adormecidas en busca de la mejor presa. Las diferencias que separan unos de otros –y que antes se resolvían en términos de raza o clase social- se conjuran ahora a través del liderazgo del más fuerte y del más intransigente.
En el momento más paroxístico de todo el relato, la «mujer del médico» experimenta una crisis que se exterioriza como llanto incontenible. Ella es la única protagonista de la historia que no perdió la vista y a quien le tocó la desgarradora responsabilidad de ver hundirse la condición humana. Condujo a su grupo de manera honrosa y sorteó las dificultades a su alcance pero cuando la lucha encarnizada por la sobrevivencia ganó terreno, se derrumbó junto con ella. Es precisamente en ese instante que un perro abandonado deja de hurgar basura para acercársele y lamerle las lágrimas.
El episodio es uno de los más nobles del texto precisamente por la operación inversa que pone en marcha. Es como si –de repente- se hubieran cambiado los roles en el funcionamiento del mundo y éste se pensara de nuevo. No se trata de un hecho menor en la narración. Los personajes que la habitan llegado ese momento han perdido el sentido de la existencia. Se han desprendido de sus referencias sociales, políticas e históricas y sobreviven como mera biología. En un cuadro de situación semejante, ¿dónde queda el reservorio de dignidad que es promesa de alguna cosa? Esta es la ecuación que baraja Saramago a través del perro de las lágrimas para testimoniar el colapso de la razón en la vida contemporánea. En medio del horror, la pervivencia del hombre queda contenida en esa cifra mínima que se confunde con su instinto de conservación y cuyo mejor maestro es la especie que no ha accedido al pensamiento lógico ni ha inventado la rueda.
El juego metafórico del premio nobel, su apuesta lúdica en la novela exorciza la irracionalidad que ha tomado cuenta de nuestro devenir por vía de la compasión animal. Si la mujer del Ensayo no hubiera sido confortada por el cachorro en ese momento de hecatombe, hubiera tal vez claudicado. Y en un universo en descomposición, su desasosiego acabaría con todo porque –al modo de Atlas- le cabía sostenerº el planeta sobre sus hombros. La fórmula apocalíptica según la cual un perro vagabundo nos devuelve humanidad sobrepasa cualquier metafísica posible que se pueda invocar.
Saramago eran tan consciente de este hallazgo ficcional que afirmó en una de sus tantas entrevistas que le gustaría ser recordado como el escritor que creó ese personaje. Y llevó este anhelo hasta el final recordándonos que no nos vendría nada mal aullar un poco de vez en cuando."
"Fuentes consultadas:
Saramago, J. (1995). Ensaio sobre a cegueira. Lisboa: Caminho. Versión en español de Alfaguara.
Saramago, J. (2004). Ensaio sobre a lucidez. São Paulo: Companhia das Letras. Versión en español de Alfaguara."
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