Revista Nexos - México (01/10/2003)
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“En estos momentos me interesa mucho más el individuo, el individuo que está ahí, que es un igual a mí en el sentido de que ambos somos seres humanos, y que está ahí en la calle, y que pasa, y tengo necesidad de saber quién es él, y volvemos a lo mismo: ¿quién es el otro?”.
Su última novela, El hombre duplicado, nos hace pensar en nuestra dualidad como seres humanos. Todos tenemos un yo interno idéntico a nosotros mismos y, al mismo tiempo, distinto de nosotros.
Antes que nada, soy José Saramago, soy escritor y soy portugués. Ahora bien, respondiendo a tu pregunta, yo no lo llamaría, en todo caso, una dualidad, más bien una multiplicidad. Creo que nos hemos puesto de acuerdo en los últimos tiempos en que el yo no existe, no hay nada de constante, de permanente. La vida de cada uno de nosotros es lo que se puede llamar yo si eso no existiera en cada circunstancia y en cada momento de la vida en la juventud, en la edad madura, en la vejez, siempre habría algo intacto, inmutado, que sería el yo. Creo que está claro incluso en la obra de unos cuantos autores, y ahora estoy pensando particularmente en Fernando Pessoa, con la creación de una pluralidad de poetas que transportaba dentro y que se expresan de modo distinto para decir cosas distintas, hasta el punto de que a veces uno no sabe muy bien qué es lo que pensaba Fernando Pessoa; sabemos muy claramente qué es lo que pensaban y cómo expresaban lo que pensaban Ricardo Reis, Alvaro de Campos, Alberto Caeiro, Bernardo Soares y Fernando Pessoa. El, Fernando Pessoa, la persona en sí, se queda retrasada; lo que aparece en primer lugar son los otros, para decirlo así, el yo. Ocurre esto: aunque no tengamos la conciencia muy clara de qué es ser así, lo que hacemos a lo largo de toda la vida es buscar una identidad para uso exterior, es decir, entre todo lo que podríamos ser definimos un personaje de nosotros mismos, que es lo que paseamos, lo que llevamos a la calle, es lo que está ahí para tener una relación con los demás; y hacemos un esfuerzo tremendo para que no parezca que podríamos ser otras cosas. Y a veces esto, cuando llega a transformarse en un conflicto, se resuelve por la locura, la gente que no es capaz de dar de sí misma una sola imagen, y se dispersa. Fernando Pessoa lo ha resuelto en esa constelación de otros que en el fondo son manifestaciones de una persona que no tiene efectivamente un yo. Porque, si fuera cierto, cuando yo tenía cinco años tenía un yo que sería el mismo yo de cuando tenía 24 ó 53 ó 79 u 80, que es la edad que tengo ahora, y lo que pasa no es eso. Vamos cambiando. El yo cambia, y con el cambio ya no es yo.
Su novela está llena de humor, pero deja un sabor amargo, ¿porqué?
Sí, lo deja. En el fondo, ahí se presentan dos cuestiones. Una es muy corriente y consiste en preguntarnos quién es el otro. Cada uno es el otro, y ¿qué es lo otro? Yo soy el otro del otro, pero como cada uno de nosotros es el fondo y es el centro del universo porque tenemos una conciencia, y la conciencia hace que nos pertenezca a nosotros y por eso es conciencia, interpretamos, para decirlo así, el mundo. Entonces no nos preguntamos tanto quién soy yo sino preguntamos siempre quién es el otro, como si el yo estuviera resuelto, y ya vimos que no está.
En la novela se da la existencia de otras personas exactamente iguales, pero iguales en todo, es decir, incluso si uno tiene un accidente y queda con una cicatriz, el otro tendrá una cicatriz en el mismo miembro y en el mismo lugar; si uno se deja crecer el bigote, el otro, sin saberlo, hará lo mismo. Son doubles authentics, no sencillamente personas que se parecen una a la otra. La pregunta es ésta: ¿cómo puedo soportar la existencia de alguien exactamente igual a mí? El hecho de que uno igual exista, de alguna forma usurpa mi propio lugar en el mundo, me quita espacio. La novela también es un divertimento, el humor está ahí, en las situaciones que se presentan; pero todo eso poco a poco va en dirección de algo que a lo mejor ni el propio autor esperaba al principio, y que el lector no espera: va en dirección a una tragedia, la insoportabilidad de soportar al otro como si fuera el yo. Entonces, la pregunta de quién es el otro no tiene respuesta, y tampoco tiene respuesta la pregunta de quién soy yo. Vamos a vivir, y vamos a vivir lo que tengamos que vivir, y vendrán otros que siempre tendrán motivos para hacer la misma pregunta, y no hay respuesta.
Yo no sé quién soy. Hablando con franqueza total, no sé quién soy. Por qué me dices “¿usted quién es?”. Yo empecé por decir que soy José Saramago, soy escritor y soy portugués, pero ¿qué significa eso? Esas no son respuestas a la pregunta ¿quién soy yo?
¿Cuáles son los límites, entonces, de nuestra duplicidad, de nuestra dualidad?
En una novela mía que llamé Ensayo sobre la ceguera hay un personaje, una chica que en un momento determinado pronuncia estas palabras: “Hay entre nosotros una cosa que no tiene nombre, y esa cosa es lo que somos”. La frase parece un poco extraña. En primer lugar, si no tiene nombre no podemos, obviamente, nombrarla, y el primer problema se encuentra ahí: cómo digo algo de mí mismo si no tengo un nombre para ponerle; nombres para comunicarnos y, además, nombres que sean consensuados, que cuando yo diga algo sea entendido por mi interlocutor. Pero si esa cosa que somos, si el personaje tiene razón y creo que la tiene, si esa cosa que somos no tiene nombre, ¿cómo vamos a nombrarla? Es un problema que en el fondo pertenece mucho más a la filosofía que a la literatura, lo que no significa que un escritor, un novelista, no pueda interesarse por el tema y por el problema, y en la medida de sus capacidades expresarlo en un libro que en el fondo es una ficción.
En esta novela se nota que usted se ha despojado de muchos elementos que quizás ha usado en otras anteriores. Digamos, está más desvestida, más desnuda, más directa, ¿lo encuentra así?
Sí, y no sólo en ésta. Yo diría que es una especie de desnudamiento, una especie de aridez, aridez que no es hostil, que no se ha secado. No hay una disciplina, hay una contención. Empezó con Ensayo sobre la ceguera, continuó en Todos los nombres-, en La caverna no sucede tanto. Pero en El hombre duplicado volvió esa especie de sequedad en que las palabras son las que tienen que ser usadas y no otras, es decir, el estilo no tiene adornos, es un estilo mucho más directo. Pero creo que eso tiene que ver con un cambio de estilo a partir de Ensayo sobre la ceguera. A veces digo que hasta El Evangelio según Jesucristo he estado describiendo una estatua, la estatua es la superficie de la piedra, y a partir de El Evangelio según Jesucristo me fui adentrando en la piedra, a ese lugar donde la piedra no sabe que es estatua.
En estos momentos me interesa mucho más el individuo, el individuo que está ahí, que es un igual a mí en el sentido de que ambos somos seres humanos, y que está ahí en la calle, y que pasa, y tengo necesidad de saber quién es él, y volvemos a lo mismo: ¿quién es el otro? Porque quizá para que yo pueda contestar, suponiendo que tiene respuesta la pregunta, quizá necesite empezar por entender quién es el otro, y esto es lo que tiene que ver con la forma narrativa, con el estilo; esto llevó a la preocupación de que la palabra sea exacta, precisa, que no se pierda en ornatos y en fantasías.
No da muchas descripciones en esta novela.
No, nunca, es decir, nunca digo si un personaje es alto o bajo o gordo o flaco, o si es guapo; no me interesa, incluso no me interesan los nombres de los personajes.
Pero pareciera que le interesaran porque Tertuliano Máximo Afonso es un gran nombre.
Sí, lo es, pero insta a acentuar un poco el ridículo de la situación. Es decir, un hombre que tiene un nombre raro, que se llama Tertuliano Máximo Afonso, parece que tiene una interioridad fuerte y se da cuenta de que existe, de que tiene un duplicado. Toda la pompa de ese nombre se convierte en nada, en todo, porque se enfrenta a esa realidad brutal de que no le sirve de nada tener un nombre que no se parece a nadie más si existe alguien que es exactamente igual. El nombre Tertuliano Máximo Afonso me salió así, espontáneamente. Al decir Tertuliano Máximo Afonso parece que estoy diciendo todo lo que hay que decir de ese señor, y al final lo que estoy diciendo es nada, porque tendría que decir algo semejante de alguna otra persona que todavía no está presente y que es duplicado cuando aparece.
Esta novela nos da la impresión de que no termina nunca, que no puede cerrarse, que el protagonista que sobrevive está condenado a encontrar al siguiente doble, ¿es así?
No sabemos qué pasará. Antes hay algo que quizás incluso sea más importante y es el hecho de encontrar un doble. Para todos los efectos, Tertuliano Máximo Afonso está muerto, y porque no tiene otro remedio es una identidad del que ha muerto. En este caso hay alguien que finalmente no puede decir quién es en ninguna circunstancia. Desde el punto de vista civil, burocráticamente hablando, está muerto, pero no puede ser al mismo tiempo el otro aunque tenga que asumir la identidad del otro. Es decir, Tertuliano Máximo Afonso no puede llamarse nunca más Tertuliano Máximo Afonso, el nombre que tiene que usar no es suyo, entonces vive en una especie de limbo: no es lo que antes había sido, ni tampoco puede ser lo que finalmente tiene que ser. Esto parece un poco complicado pero en la lectura se observa con mucha claridad.
¿Tertuliano Máximo Afonso es el espejo de Antonio Claro, o es al revés?
No, cada uno de ellos es espejo del otro. Recordemos que al principio de la novela Tertuliano Máximo Afonso todavía no ha encontrado su doble, se enfrenta con el espejo y de alguna forma se dibuja en el espejo. El primer doble en el fondo es él mismo. Pero hay que romper el espejo, ese es el problema: el espejo nos da una imagen que no es real, pero en este caso el espejo, que es la existencia del otro, es real, concreto. De alguna forma me encuentro conmigo mismo en el espejo a partir del momento en que no me miro; no vivo, el espejo no existe,
es decir, cuando esa imagen se acaba. Se puede decir: “sí, pero usted puede hacer pedazos el espejo”, sí, pero se necesita que no esté ahí. En el caso del doble auténtico, aunque yo no esté con él, sé que existe, ese espejo muestra en cada momento mi propia imagen. La tensión que se crea en este conflicto es tal que la única forma de salir de ahí es romper el espejo, llevar al otro a la muerte aunque esa muerte ocurra por un accidente; de todos modos el conflicto estaba abierto y uno de ellos tendría que desaparecer. En el fondo, todo esto acaba en una tragedia, pero que el lector no se asuste porque de todos modos se va a divertir.
¿Son las mujeres las grandes víctimas, las grandes engañadas en este juego de identidades?
En este caso sí, y la razón es muy sencilla: es porque al hombre, y en este caso concreto Tertuliano Máximo Afonso, le falta la valentía moral para enfrentarse a esa realidad, y hace lo peor que puede hacer, que es usar, manipular a la mujer de quien es novio, llevándola a hacer lo que a él le conviene. Esto no estaría mal si ambos se hubieran puesto de acuerdo, pero él la usa y ella, porque lo quiere, lo hace pero sin conocimiento de causa, y esa es la deslealtad máxima, es decir, él la usa sin decir para qué la usa y sin confiar en ella, y sobre todo sin confiar en sí mismo porque en el fondo, al no confiar en ella, lo que ocurre es que no tiene confianza en sí mismo. No significa que los personajes masculinos sean más fuertes que los femeninos porque ni Antonio Claro ni Tertuliano Máximo Afonso son, efectivamente, personajes fuertes. En el fondo, el personaje fuerte que tiene un papel, por decirlo así, pequeño, es la madre de Tertuliano, Casandra. Lo que teme que ocurra, ocurrirá, de alguna forma ella lo anuncia, pero la máquina está en movimiento; hay una suerte de destino implacable que lleva todo aquello en la misma dirección, incluso cuando parece que se está haciendo algo para que no ocurra, va a ocurrir.
Los personajes no tienen mucha importancia. Mejor dicho: no tienen la importancia que tienen en otras novelas, porque aquí se trata de decir otra cosa para la que los personajes no son muy valiosos. Lo importante es el conflicto.
Es una novela escrita por un hombre muy joven.
¿Por un hombre muy joven? No se puede decir eso, es faltar a la verdad.
Esa es la sensación.
El autor tiene una edad, una edad correcta, pero el autor tiene la suerte y la fortuna de conservar la cabeza bastante sobria.
¿Cuáles son los límites entre la comedia y el drama? Si en una obra literaria o en una obra teatral, por ejemplo, ocurre algo fuera del guión, por llamarlo así, estamos asistiendo a una comedia. Si de repente ocurre algo en el escenario que está fuera del guión pero que pertenece a la realidad, por ejemplo la caída de un actor que puede llevarlo a la muerte, estamos ante un drama; es decir, la intervención súbita de algo que no pertenece a la comedia. Esto puede darse a la inversa: el drama está ahí y de repente se introduce, quién sabe cómo, un elemento cómico. En el fondo, así es la vida misma. Cuántas veces nos hemos encontrado en situaciones difíciles y nos damos cuenta de que algo, un elemento cómico, que puede que no invierta lo que está pasando, de todos modos está ahí. Diría que la comedia y el drama van juntos. Lo que pasa a veces es que uno va más adelantado que otro; en otras el que está retrasado aparece en primer lugar y se invierte algo que pareciera ser orientado en una dirección determinada, y cambia a una distinta. Eso ocurre constantemente en la obra de Shakespeare, en Hamlet, por ejemplo, en los diálogos se da consentimiento a los elementos cómicos pero todos sabemos que lo que está ahí es una tragedia que acabará en un desastre total. Lo cómico está siempre, aparece y desaparece, y nosotros sonreímos a pesar de que presenciamos una tragedia tremenda: al final todo el mundo muere, por el veneno o por la espada.
¿Podríamos hablar aquí de la tragedia de Tertuliano Máximo Afonso?
No es tanto la tragedia de él porque al final sobrevive. La novia se muere, él ocupa el lugar de Antonio Claro. No sabemos cuál será el futuro de esa pareja que se forma en circunstancias realmente extrañas pero que queda ahí formada; no sabemos qué pasará: ¿se van a soportar el uno al otro, incluso llegarán a quererse, llegarán a amarse? Puede ocurrir todo, eso queda en suspenso. Tragedia para los que no han sobrevivido. Es cierto que hay ese momento final, ese encuentro que Tertuliano tendrá con ese otro doble que aparece. No sabemos quién mata a quién, suponiendo que habrá un asesinato. Tertuliano mata al otro para que no tenga más dobles, suponiendo que no hay un tercero, un cuarto, un quinto doble. Cuando nos ponemos entre dos espejos para vernos, la imagen se multiplica hasta el infinito o hasta donde podamos verla. Puede que así ocurra.
Lo importante en la novela, hay otras cosas, o por lo menos espero, es la presencia del destino. No creo en el destino pero a veces estoy con Sancho Panza: no creo en brujas pero de que las hay, las hay. No creo en el destino pero a veces las cosas ocurren como si efectivamente existiera un destino.
Lo llamamos destino…
Lo llamamos destino porque tenemos que nombrar las cosas, si no, no las entendemos. En honor a la chica de las gafas oscuras de El Evangelio según Jesucristo, quizá si pudiéramos darle un nombre empezaríamos a saber quiénes somos finalmente.
Usted siempre ha sido un hombre de ideas políticas claras. ¿Cómo ve el mundo dominado por una sola gran potencia por encima de toda ley?
Tenemos un problema muy serio que, al contrario de lo que ocurre más o menos con todos los problemas que envuelven la vida social, no se discute. Vivimos en un tiempo en que tranquilamente se puede discutir todo en congresos, simposios, coloquios, artículos de periódicos, de revistas, ensayos. Curiosamente hay algo que tiene nombre, eso sí tiene nombre, pero no se discute, y lo único que no se discute es la democracia.
Partimos de un principio o parece que partimos de un principio: la democracia es eso que está ahí y por lo tanto no vale la pena discutirlo, porque está ahí, está ahí desde ayer y desde anteayer, y está ahí como una especie de dato adquirido definitivamente. El problema del poder, al que siempre tenemos que volver, es que hay que saber quién lo tiene, hay que saber cómo, por qué lo tiene, cómo ha llegado a tenerlo, para qué lo quiere y para qué le sirve. Se puede decir que los ciudadanos votan, pero los ciudadanos no hacen nada más que eso, y voto en qué: voto en partidos, formo gobiernos, formo parlamentos, y ahí se acabó. Sabemos que el poder real, el poder efectivo, no es ése; no está en el parlamento, no está en el gobierno: está en el poder económico, que no tiene final, es pluricontinental. El determina todo, impone las reglas. Si no puedo cambiar el poder que está más arriba, por encima del poder político, entonces vivo en el engaño, porque me dicen: “usted vive en democracia”. ¿Qué es eso? Usted puede quitar un gobierno y poner otro, y muchas gracias. No puedo hacer nada más, no puedo cambiar el rumbo del mundo porque el rumbo del mundo está en manos de los gobiernos. El reciente caso de la guerra de Irak está clarísimo, es decir, está en las manos de un gobierno en la medida en que ese gobierno está ahí para servir a los intereses del otro poder: se busca el petróleo, se busca el dominio de todo el Oriente Medio. Irak es el puente a Asia, y Estados Unidos sabe muy bien que su rival se llama China; por tal motivo está uniendo sus bases y sus fronteras lo más lejos que se puede de Washington.
La reconstrucción de Irak es un negocio fabuloso, ¿Quiénes la hacen? Los mismos de siempre. No estamos hablando de democracia, sino de una plutocracia, de un gobierno de los ricos. No es que no haya pobres, cada vez hay más, Casi la mitad de la población mundial vive con menos de dos dólares al día; cada cuatro segundos se muere una persona de hambre, y nada se hace para evitarlo. Entonces, si hay algo que necesitamos es un debate serio, mundial, sobre la democracia. Ya no nos fiemos de los partidos, ni de los gobiernos, La ciudadanía no debe creer ciegamente que vive en democracia. Hay que mirar las cosas más de cerca; cuando lo hacemos nos damos cuenta que la realidad es otra.
Se inició mal el siglo XXI, ¿tiene esperanza?
No vale la pena ni tener esperanza ni tener desesperanza. Los hechos están ahí y hay que luchar contra los hechos. Puedo, incluso, no tener ninguna esperanza y aun así seguir luchando contra lo que pasa, Sería un esfuerzo infinito para mí y para los otros si nuestras esperanzas se cumplieran en nuestra vida, pero ninguna esperanza, sobre todo esperanza de este tipo, de esta dimensión, se cumple en nuestra vida. Vamos de guerra en guerra, de crisis en crisis, de hambruna en hambruna, de enfermedad en enfermedad, de desastre ecológico en desastre ecológico… El mundo es realmente un lugar de horror, no hay otro lugar de horror. El infierno no son los otros, como decía Sartre. El infierno somos nosotros mismos."
Silvia Lemus
Revista Nexus
México, 01/10/2003
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