Perguntam-me não raras vezes:
- "Qual o livro de José Saramago que mais gostaste de ler?"
A resposta que pode ser dada a cada momento:
- "Impossível de dizer... não sei responder, não seria justo para com outros (livros) não nomeados. Mas uma coisa sempre soube. Uma obra de Saramago, enquanto "pseudo ser vivo" ou com "gente dentro" tem que me raptar, prender-me, não me deixar sair de dentro das suas páginas. Fazer de mim um refém, e só me libertar no final da leitura... mesmo ao chegar à última página. Aí, o "Eu" leitor que se mantém refém, liberta-se da "gente que a obra transporta dentro" e segue o seu caminho.
Mas segue um caminho que se faz caminhando, conjuntamente com mais uma família"

Rui Santos

sábado, 22 de agosto de 2015

"Literatura en voz alta" de Márgara Averbach, da Revista Ñ Clarin (26/06/2010)

(...) Todas as características da minha técnica narrativa actual 
(eu preferiria dizer: do meu estilo) provêm de um princípio 
básico segundo o qual o dito se destina a ser ouvido. (...)
Cadernos de Lanzarote II - (15/04/1994)


Recuperação do texto de Márgara Avelach, onde aborda a oralidade e a musicalidade das suas palavras.
Pode ser consultado e lido aqui, 
em http://edant.revistaenie.clarin.com/notas/2010/06/26/_-02203707.htm

Revista de Cultura Ñ - Clarin
Márgara Averbach (26/06/2010)

"Literatura en voz alta"
"Lo que hace inolvidable la obra de Saramago, dice la autora de este texto, es el ritmo oral de sus palabras, la intensidad emocional de su prosa, su capacidad para poner en el centro de la escena a los que la historia anota en los márgenes."



"Cuando lo conocí, sonaba ya para el Premio Nobel. Después de Memorial del convento, que me rodeó como un río salvaje mientras yo trataba de sostener el libro entre las manos, yo había leído casi todos sus libros. Tal vez por eso me animé a hacer la entrevista para el suplemento de Clarín pero tenía miedo: sabía poco de literatura portuguesa y las entrevistas no eran (no son) mi campo preferido. Cuando nos sentamos los dos frente a un grabador, lo primero que hizo José Saramago fue decir –la voz baja y dulce que sigo guardando en una cinta– que me agradecía las críticas de sus novelas. Que las había leído. Eso lo pinta entero: un candidato al Nobel que trataba de tranquilizar a una periodista asustada, que incluso se había preocupado por leerla. 

Su voz tenía el mismo ritmo que su escritura. Me dijo que escribía como hablaban los campesinos de su pueblo y que encontrar esa voz –esa prosa de aliento largo, sin puntuación de diálogo, aparentemente densa– lo había convertido en escritor. Algunos amigos me dijeron que era "demasiado difícil" de leer. Saramago conocía esos comentarios (cómo duele decir "conocía" en el pasado). "Mis libros se entienden si se leen en voz alta", me dijo. Es cierto: yo, que siempre leí en voz alta para los míos, lo sé. Si se lee en el aire, si se diferencian los personajes con la garganta, su prosa, tan bien traducida por su mujer, Pilar del Río, dice lo que quiere decir y lo dice con una sencillez conmovedora.

Saramago mira siempre a los márgenes, a los olvidados. Cuenta, por ejemplo, la historia más conocida de Occidente, la de Jesús, pero se atreve a dejar que sea Jesús mismo –ese al que siempre cuentan otros– quien se diga a sí mismo (El evangelio según Jesucristo). O entra en un mundo de castillos pero elige a la mujer de la limpieza como protagonista (El cuento de la isla maravillosa). O teje un relato sobre reyes pero pone en el centro al elefante que alguien decide regalarle a los poderosos y al hombre que lo conduce (El viaje del elefante). O construye una novela sobre un libro de historia y se interesa no por el historiador sino por un humilde corrector (Historia del cerco de Lisboa). O elige a la mujer del médico y no al médico en Ensayo sobre la ceguera. O, en su último libro, Caín, pone los ojos en un personaje rechazado. 

No es por casualidad: él siempre dijo (dice, querría escribir yo) que le interesaba la historia, que quería cambiarla, poner en ella lo que se había "dejado afuera". Hay ideas en lo que cuenta. El las repite (repetía) siempre, incluso cuando sabía que alguien podía ofenderse: la defensa de los humildes; el comunismo como utopía ("soy un comunista visceral", dijo); la relación entre los seres humanos y el resto del planeta (la forma en que sus perros se acercan a sus personajes, por ejemplo, es un hilo que se sigue de libro en libro). 

Lo que hace inolvidable su literatura –además del ritmo oral de sus palabras– es la intensidad emocional de su prosa, que golpea justo en el centro del cuerpo y el manejo certero de ciertas escenas de contenido simbólico. Para hablar del libro que estaba escribiendo cuando lo entrevisté, y que no lo dejaba dormir por el miedo, digamos, por ejemplo, la masacre en el supermercado en Ensayo sobre la ceguera, una de las alegorías más perfectas sobre el consumismo del siglo XX, o la ceguera misma, esa ceguera blanca y contagiosa que lleva a la humanidad hacia el desastre.

"Hablar es como hacer música: hablamos con sonidos y con pausas y la música se hace con sonidos y con pausas", me dijo entonces. "Yo tengo muy claro que el discurso oral es mucho más creativo que el escrito. A la hora de decir algo, todos lo decimos. La verdad es que hablando todos somos creadores". Ese es el discurso que reinventan sus libros cuando escriben en algo que él llamó "idioma hablado pero escrito". Tal vez ahí esté el centro de la coherencia intensa, única de la obra de Saramago: él escribe (sí, sí, en presente) para rescatar a los que no recuerda "la historia oficial"; escribe para evitar que vayamos todos hacia "donde va el mundo: hacia la superficialidad, el egoísmo, esa especie de histeria consumista", y lo hace de la mejor manera posible, con el lenguaje que quiebra las diferencias, el lenguaje en el cual todos somos artistas, el de la oralidad. Por eso, dice que los de abajo sí lo entienden. Porque ellos se reconocen en él, se ven en el espejo que él construye.

Saramago me dijo que sus libros "llevaban una persona adentro". Que a pesar del estructuralismo, él creía en el autor y que el autor de lo que escribía era él. Pero él era más que eso: era un candidato al Nobel (y Nobel después) que se tomaba el trabajo de tranquilizar a la periodista que estaba por hacerle algunas preguntas. Un hombre que decía que su deseo era ser como su abuelo analfabeto porque ese abuelo era la mejor persona que él hubiera conocido. 

Entonces, para consolarnos por su muerte, que duele con un rumor sordo en cada verbo que hay que poner en pasado, tal vez lo mejor sea aferrarnos a sus libros que lo llevan, entero, entre sus páginas y reencontrarlo en ellos."

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