Perguntam-me não raras vezes:
- "Qual o livro de José Saramago que mais gostaste de ler?"
A resposta que pode ser dada a cada momento:
- "Impossível de dizer... não sei responder, não seria justo para com outros (livros) não nomeados. Mas uma coisa sempre soube. Uma obra de Saramago, enquanto "pseudo ser vivo" ou com "gente dentro" tem que me raptar, prender-me, não me deixar sair de dentro das suas páginas. Fazer de mim um refém, e só me libertar no final da leitura... mesmo ao chegar à última página. Aí, o "Eu" leitor que se mantém refém, liberta-se da "gente que a obra transporta dentro" e segue o seu caminho.
Mas segue um caminho que se faz caminhando, conjuntamente com mais uma família"

Rui Santos

quinta-feira, 8 de março de 2018

"Una meditación sobre el error" de Miguel Koleff para o "Hoy Día Córdoba"

O presente trabalho de Miguel Koleff pode ser consultado e recuperado, aqui

"Literaturas Lusófanas, por Miguel Koleff (Especial para HDC)

José Saramago solía enmarcar sus novelas bajo el rótulo de la “meditación sobre el error”.

El Nobel portugués señalaba que ésta era la idea ordenadora de su producción narrativa, que todos sus textos perseguían esa intención aunque focalizaran en cuestiones específicas vinculadas a la trama. Si bien la crítica sigue repitiendo esa fórmula hasta el hartazgo, visto que se trata de una confesión de parte, no siempre se entiende con claridad lo que explicita esa frase. Sucede que el error es difícil de mensurar y más difícil todavía, reflexionar sobre sus consecuencias. La pretensión de este sucinto artículo se inscribe en esta perspectiva, la de abrir el debate a partir de algunas derivas.

El error es tal vez una de las pocas cosas de la que podemos jactarnos los seres humanos y probablemente la más cercana a nuestra naturaleza pese a no ser nuestra mejor carta de presentación. “Errar es humano, perdonar es divino” dice uno de los dichos que sedimenta la tradición cultural en la que nos movemos. Si para los religiosos esto significa un emparentamiento con el pecado, para los agnósticos tiene que ver con la noción de falibilidad que nos caracteriza como especie. Más que un atributo de la personalidad es una condición primeva de los actos que practicamos y que se distinguen de la precisión y la exactitud a la que solemos remitir en la búsqueda de la verdad. Somos conscientes del error cuando reconocemos habernos equivocado interpretando mal una consigna, o bien, cuando procedemos de un modo incorrecto y lo admitimos. Por esta razón, es una facultad irreversiblemente humana que pone en juego el discernimiento o la falta de juicio. Peor que errar es creerse invulnerable, sujeto de una necedad impoluta o agente confiscatorio de la voluntad.

Si al escribir novelas, Saramago confiesa meditar sobre el error lo hace porque no puede ni quiere escribir versiones épicas que glorifiquen gestos radicales o envalentonen héroes inalcanzables. Por el contrario, su objetivo se limita a algo menor: detenerse en seres humanos que no están seguros de  las acciones que acometen pero que aprovechan la oportunidad de la frustración o el fracaso para dignificarse a sí mismos y también a la vida que les ha tocado protagonizar. El ejemplo de Don José, Raimundo Silva o Cipriano Algor lo ponen en evidencia mediante un aprendizaje a veces llano y límpido, a veces riguroso y hostil.

Ahora bien, de todos los errores que cargamos en nuestra existencia, los más incisivos son los que propician la culpa y los más peligrosos, aquéllos que involucran relaciones de poder, sobre todo cuando atentan contra el bien común. Este tipo de error –que podríamos denominar error político- es el más frecuente en la obra de Saramago y contrariamente a lo que se pudiera esperar, no se detiene en ejercicios despóticos de dominio o manipulación, cuanto en la cifra del autoengaño que crea como condición de posibilidad. No es fácil que en un régimen capitalista como en el que vivimos podamos sustraernos a esa noción de jerarquía que impera en el campo social, donde una minoría manda y una mayoría obedece, pero lo que al autor portugués le interesa destacar no es ese funcionamiento aparentemente natural de todas las cosas sino la confusión entre lo efímero y lo real que suscita esa creencia. Tanto es así, que sin el estímulo del poder que se saborea como algo propio, es impensable la sociedad humana y su pulsión más primitiva y cobarde.

Haciendo un recorrido por la obra del Premio Nobel se puede advertir como esta traza se inscribe en cada una de las coordenadas narrativas que pone en marcha. Si en El viaje del elefante (2008) resulta más evidente que en algunas otras, es porque el contexto de la ficción se construye sobre la dominación feudal y el régimen atenazador de una Edad Media supérstite. En ese libro, reyes y cortesanos detentan una autoridad soberana que se ejerce impiedosamente sobre quienes están situados en el último eslabón de la cadena de mando, aquellos que sirven al reino y constituyen la mano de obra pesada que acompaña la actividad expansiva de la Europa del siglo XVI. 

Entre los súbditos del rey de Portugal, cumple un papel destacado el cornaca Subhro que guía un elefante llegado de Goa dos años atrás y que –al inicio de la historia- se ofrece como presente de matrimonio al archiduque Maximiliano de Austria, aprovechando su estadía en Valladolid como regente de España. Por poseer un único oficio –ser tratador de elefantes- no le queda al sujeto en cuestión otra posibilidad que ser parte del regalo y conducir al animal desde Lisboa hasta Viena en un derrotero geográfico y climático de envergadura. Si bien el relato –un cuento extenso- se centra en ese recorrido que tiene al elefante como protagonista (tal como reza el título) una lectura perspicaz se escande de la aventura diplomática y pone en juego la maquinaria biopolítica de la que se sirven estos seres encumbrados para asegurar su fuerza y poderío “sin que eso suponga que el propio umbral del ordenamiento sea puesto en ningún momento en tela de juicio” (Agamben, 2010).

“Quién es ese salomón, preguntó el marinero, Salomón era el nombre que el elefante tenía antes de pasar a llamarse solimán, lo mismo que me ha sucedido a mí, que habiendo sido subhro desde que llegué a este mundo, ahora soy fritz, Quién os cambió los nombres, Quien para eso tenía poder, su alteza el archiduque que va en este barco, Él es el dueño del elefante, volvió a preguntar el marinero, Sí, y yo soy el tratador” (Saramago, 2008).

Hay que decir –sin embargo- que Saramago contraataca esa supuesta evidencia al delegarle al cuidador el papel de protagonista y hacerlo sujeto de pensamiento. “Bien vistas las cosas, un archiduque, un rey, un emperador no son más que cornacas montados en un elefante”, señala el personaje casi al pasar. Con un salto cualitativo de relevancia, ese enunciado grafica una intuición que hicimos inteligible en el siglo XXI y que nuestros antecesores sufrieron en carne viva, que la ilusión del poder no sólo adormece la consciencia sino que –puesta al servicio del error- es una fábrica de injusticia y desigualdad."

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